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Bebía un taza de un café gourmet -al menos eso me dijeron-, escuchaba a Julie Delpy y la calefacción de mi carro me hacía sentir cómoda y extrañamente feliz. El semáforo se coloreó de rojo y, aún sin detenerme, sentí lanzarse sobre mi ventana a un niño, según yo de escasos cinco años, vestido con una playera y un pantalón raídos. Limpió el vidrió con rapidez y extendió la mano, cuando le di una moneda le pregunte su edad, estaba por cumplir 12 años. Apagué la radio. Al llegar a la oficina revisé los periódicos y mi estado de ánimo, ya decaído, terminó por derrumbarse. El día anterior se había presentado el informe de Unicef Mírame: soy indígena y también soy Guatemala, el cual remarcaba la pobreza, la desnutrición y la falta de acceso a educación que afecta a la niñez y adolescencia indígena. Los datos eran devastadores, “no novedosos”, cifras que conocemos y a las que no les ponemos atención, porque creemos que no nos afectan, porque son tristes o porque ya naturalizamos situaciones

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